En esta ocasión entrevistamos a David Passig, futurista e investigador de sistemas.
Cursó un doctorado en la universidad de Minnesota, especializándose durante cinco años en “Investigación del futuro”.
Es profesor en la universidad de Bar Ilan desde hace más de 30 años, donde dirige el Programa de maestría y doctorado en “tecnologías de la comunicación”, así como el laboratorio de realidad virtual.
Tiene en su haber cinco libros sobre estudios del futuro: צופן העתיד (El código del futuro), best seller en 2009; 2048, traducido al inglés y turco, best seller en 2010; Forcognito (2013) ( El cerebro del futuro)-, El quinto fiasco,האני העתידי, El yo futuro (2024), todos traducidos al inglés.
Es asesor de múltiples empresas y asociaciones, entre otras, dirige actualmente un proyecto visionario, “Jerusalem dentro de 100 años” para la Municipalidad de Jerusalén.
¿Que te motivó a estudiar investigación del futuro? ¿Cómo llegaste a ese campo?
David Pasig (DP): Estuve en un batallón de tanques durante la Guerra de Shlom HaGalil, en 1983. En aquel entonces estábamos en guerra contra Siria. Después de finalizar la batalla, aparecieron aviones israelíes que, lamentablemente, nos causaron veintidós bajas y alrededor de cien heridos. Aquello me dejó en estado de shock. Cuando me liberaron del servicio de reserva, mi padre notó lo afectado que estaba y me sugirió viajar a Francia con la familia para descansar.
Así lo hice. Me fui a Francia y comencé a vagar, sin rumbo. Un día, estando en Bruselas, vi un gran anuncio sobre “El hogar del futuro” —era 1983—. Entré a la exposición y vi computadoras portátiles, pantallas transparentes conectadas con otras computadoras del mundo. Me pregunté: “¿Cómo saben estas personas cómo será el futuro?”. Y pensé: “Esto es lo que quiero ver, esto es lo que quiero estudiar”. Fue un flechazo. Regresé a Israel y decidí hacer una maestría y un doctorado para comprender cómo identificar estos patrones sobre el futuro. Así inició mi historia personal en esta área.
¿Qué beneficios encontraste en el trabajo en investigación de futuros?
DP: Todos estamos deseando saber qué nos depara el futuro. Es algo natural. Una de las cosas que caracteriza al cerebro humano es su capacidad de simular escenarios antes de que ocurran. A modo de ejemplo, cuando vemos una piedra rodando, aún no pasa nada, pero podemos anticipar las consecuencias y actuar en consecuencia. Lo mismo cuando planeamos un seguro para nuestra vejez: todavía no ha ocurrido nada, pero ya estamos pensando en cómo prepararnos.
Ese potencial de “simulación” es único de nuestro cerebro, incluso sin que seamos conscientes de ello. Me di cuenta de que me fascinaba la posibilidad de estudiar y proyectar esos escenarios.

Dices que la historia se repite y que la gente busca patrones. ¿Cómo relacionas eso con la investigación de futuros?
DP: Desde la perspectiva de la investigación de futuros, asumimos que existe cierta lógica que rige cómo evolucionan los sistemas —sean políticos, sociales, económicos o tecnológicos—. Este campo se basa en la investigación de sistemas: se estudia cómo crecen o cambian dichos sistemas. Partimos de la hipótesis de que hay un orden, porque si no hubiera orden, no podríamos hacer ciencia ni gestionar procesos.
A veces, para encontrar esa lógica, buscamos ciclos o patrones que se repiten. Un ejemplo sencillo es el crecimiento de un niño: no entendemos por qué a veces crece 10 centímetros en un año y 5 el siguiente, pero sí reconocemos un patrón general que nos permite estimar su altura futura. Con los sistemas pasa algo similar: aunque no captemos el 100% de la lógica interna, podemos registrar los ciclos, modelarlos y así proyectar escenarios venideros.
En tus estudios hablas de guerras, de miedo y de fuerzas que actúan sobre la gente. ¿Crees que la historia está determinada por factores que se repiten, más allá de los líderes?
DP: Exacto. Hay quienes dicen que las guerras ocurren únicamente por la aparición de ciertos líderes (como Hitler), pero nosotros consideramos que hay fuerzas y variables subyacentes —geográficas, topográficas, demográficas, tecnológicas y económicas— que influyen de manera decisiva. El líder puede acelerar procesos, pero si no hubiera sido él, habría surgido otra figura que detonara un conflicto similar.
Lo que hacemos es identificar esas variables, darles un peso estadístico y ver cómo se integran entre sí a lo largo del tiempo. Cuando varias de ellas se conectan, la posibilidad de una guerra aumenta. El objetivo final no es solo “predecir” el conflicto, sino reconocer esos factores y trabajar para reducirlos, un poco como la medicina preventiva: entender qué puede desencadenar la “enfermedad” (la guerra) y actuar antes de que sea inevitable.

Esto suena algo determinista. ¿Dónde queda el libre albedrío?
DP: Es cierto que hay determinismo. Nacemos en un país específico, con padres concretos y cierta genética; nuestro entorno define mucho de lo que somos. Sin embargo, conocer esas tendencias nos permite tener más libertad. Podemos desviar el rumbo, oponernos a lo que parece inevitable y así ejercer un mayor grado de decisión.
A veces preguntan: “Sin Hitler, ¿habría ocurrido la Segunda Guerra Mundial?”. Probablemente sí, dadas las condiciones económicas, sociales y geopolíticas de aquel tiempo. Esa confluencia de factores determinaba un alto riesgo de conflicto. La figura del líder no deja de ser importante, pero no es la única responsable.
Pasando al tema de Israel, teniendo en cuenta la crisis política en torno a su identidad, usted menciona la necesidad de construir de un “pacto de destino”. ¿Cómo se relaciona este concepto con la historia y la situación actual de Israel?
DP: Cuando surge una nación, suele unir a diversos grupos que comparten un pacto de destino. En el caso del sionismo, la idea fue: “Construyamos un hogar judío para que no se repitan los horrores pasados”. Durante mucho tiempo, los diferentes sectores (comunistas, religiosos, capitalistas, etc.) postergaron sus diferencias con tal de asegurar la existencia del Estado.
Tras cierto periodo, esas diferencias emergen de nuevo: qué tipo de Estado queremos, cuáles son nuestras fronteras, hasta dónde llega la influencia de la religión, etc. Esto puede llevar a tensiones muy fuertes —incluso a guerras civiles— si no se gestiona bien. En Israel, hemos tenido episodios graves, como el asesinato de Rabin, vinculado a la cuestión de las fronteras y la identidad del país. Pero seguimos sin llegar a una guerra civil abierta, en parte porque aún perdura el recuerdo de los peligros provocados por la desunión.
¿No crees que la situación con los palestinos o con otros países de la región también afecta esa lógica? A veces se habla de la religión como el principal factor de conflicto, otras de la economía, otras de la geopolítica.
DP: Así es. Para entender un conflicto como el de Oriente Medio, se analizan múltiples variables. Por ejemplo, el aspecto religioso puede tener un peso del 25%, la economía un 35%, la geografía otro porcentaje y así sucesivamente. Por separado, ninguna causa una guerra por sí sola, pero combinadas y en el momento oportuno, generan la chispa del conflicto.
Lo mismo ocurre con Irán o con la entrada de Rusia a Ucrania: se puede prever que, dadas ciertas condiciones, ocurriría tarde o temprano, más allá de quién fuera el presidente en turno. Mi libro 2048 menciona algo así sobre la eventual entrada de Rusia en Ucrania, escrito en 2010. No es “profecía”, es análisis de tendencias.

Mencionas una analogía con la medicina preventiva. ¿Cómo aplicas eso en tus estudios sobre el futuro?
DP: La medicina reacciona cuando el dolor ya está ahí, pero ha avanzado hacia la prevención, buscando indicios genéticos para adelantarse a las enfermedades. De la misma manera, en la investigación de futuros analizamos los “genes” de las guerras o de las crisis para anticiparlas.
Si identifico, por ejemplo, que hay una enorme brecha económica, un crecimiento demográfico descontrolado en cierta región y tensiones geográficas, sé que, en un lapso estimado, el riesgo de conflicto se incrementa. El objetivo no es decir: “Habrá guerra en tal fecha”, sino señalar dónde se puede intervenir para reducir ese riesgo. Es como un médico que te recomienda mejorar la dieta o hacer ejercicio para cambiar un pronóstico que, de otro modo, se volvería muy probable.
¿Y cómo encaja el papel de Israel en el escenario global? ¿Crees que el judaísmo o la identidad judía darán forma a algo más que una simple nación?
DP: En el siglo XX, la gran creación del pueblo judío fue el sionismo. En el siglo XXI, el desafío consiste en construir una identidad judía nacional en la Tierra de Israel. El judaísmo se desarrolló mayormente en la diáspora, con lógicas de comunidad en distintos países. Ahora, al formar un Estado, surgen capas de responsabilidad que antes no existían: fronteras, consideraciones geopolíticas, decisiones que afectan a millones de personas.
Además, se produce un fenómeno demográfico notable: cada vez más judíos residen en Israel. Se estima que, para 2050, volveremos a ser unos 18 millones de judíos en el mundo, con 12 millones en Israel; y para 2100, podrían ser 24 millones de judíos, de los cuales 20 millones estarían en Israel. Es una inversión histórica impresionante: nunca hubo tal concentración en la Tierra de Israel, ni siquiera en la época del Primer o Segundo Templo.
Este proceso obliga a repensar muchos aspectos: cómo adaptamos la tradición religiosa a una realidad nacional, cómo gestionamos la economía y la política interior, y cómo nos relacionamos con el resto del mundo.
Mencionaste en otras entrevistas el ejemplo del dilema del rescate de los rehenes y de la necesidad de negociar con terroristas como un ejemplo que ilustra que aún no terminó la transición de la cultura diaspórica a la cultura nacional. ¿Puedes aclararlo?
DP: Como comunidad dispersa, los judíos estaban acostumbrados a pagar rescates o negociar directamente para salvar vidas. Les decían a los gobernantes o grupos de delincuentes: “¿quieres dinero?, tómalo, es más importante la vida”. Hoy, como Estado, hay consideraciones adicionales. Un gobierno debe pensar en las fronteras, en no dar señales de debilidad que alimenten más terrorismo, en equilibrar el bien de un grupo y el bienestar nacional. Son capas nuevas de decisión que antes no existían para nosotros.
Este tipo de dilemas ponen de manifiesto la tensión entre la mentalidad de “comunidad” y la de “nación”. Todavía estamos aprendiendo a armonizar ambas, porque el judaísmo tradicional se desarrolló en la diáspora. Ahora debemos actualizarlo a una realidad con problemas de defensa, geopolítica, zonas de amortiguación, etcétera.
Para finalizar, ¿cuál dirías que es la gran meta de la investigación de futuros?
DP: La mayoría cree que la finalidad es predecir con exactitud el futuro, pero en realidad es comprender mejor el presente a partir de escenarios posibles. Como médicos que buscan adelantarse a una enfermedad, queremos reconocer los factores que desencadenan crisis y reducir sus probabilidades. Nadie puede afirmar con un 100% de seguridad lo que va a ocurrir, pero sí podemos advertir: “Si sigues comiendo esto, si no haces ejercicio, si tus políticas siguen por este camino, lo más probable es que ocurra tal o cual evento en algunos años”.
No buscamos hacer profecías, sino brindar herramientas a la sociedad para que tome decisiones más informadas y, ojalá, evitar desastres. Ese es el verdadero objetivo: usar el conocimiento del futuro para mejorar nuestras acciones en el presente.
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